Venir a Colombia siempre me obliga a reflexionar, a ver en dónde estoy y qué quiero. Ayer mi primo me llevóa ver una amiga y en el camino él hablaba de cómo quisiera no irse nunca del país. Yo por mi parte pensaba en lo diferente que soy y cómo cada vez me convenzo más de que no tengo a qué volver.
Y es un sentimiento extraño. Porque yo vengo y soy feliz, y me siento querida, protegida, respetada y valorada. Están las personas que mejor me conocen, los que más me quieren y aquellos que son incondicionales. Aquí no tengo que explicar quién soy o por qué soy. Y sin embargo... siento que no podría volver. Que la felicidad de los primeros días, pronto se traduciría en la sensación de que no encajo, de que mis amigos han cambiado, que yo he cambiado y que los planes que antes hacíamos ya no nos funcionan ni a ellos ni a mí. Cuando estoy aquí me cuesta imaginarme cómo sería una vida en Bogotá. No quisiera vivir con mi mamá y no sé quiénes serían mis amigos del día a día, de salir los fines de semana, ir a cine, ir por un café e ir a cenar.
Nuevamente el deseo es el mismo: Si yo me encontrará una lámpara mágica, quisiera tener la posibilidad de venir más seguido. Poder estar en los cumpleaños, paseos, comidas grandes, etc., sin tener que dejar mi mundo que en estos casi-cuatro años por fuera, he construido.
Tocará pensar en cómo se logra eso.
*** Durante el paseo con mi primo, él también habló de lo fácil que es conocer gente. Tengo que enfocarme en eso. Abrir espacios, encontrar otros mundos.
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