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jueves, 19 de febrero de 2015

La vida que no fue

El fin de semana me fui con el Sr. Gelatina de paseo y nos quedamos en un hotel que era un club de golf. Y no pude evitar pensar en la vida que por un instante pude haber tenido. En otro universo hay una Lina que se casó a los 23 o 24 con el Ex, siguió levantándose temprano los domingos para ir a jugar golf, eventualmente accedió a dominar su pelo y tuvo los hijitos que el Ex soñaba tener. Quiero pensar que ni siquiera en un universo paralelo llegué a ponerme el aretico de perla que él soñaba que yo me pusiera pero no hay manera de saberlo. 

Estoy convencida que si hubiera seguido por ese camino, hoy estaría divorciada porque yo no estoy hecha para la vida que él quería. Pero una vez cada 487 días me pregunto por esa opción. Soy feliz con la vida que tengo, soy feliz en la relación en la que estoy y con la manera en que he hecho mis cosas. Eso lo tengo claro... 

Pero a veces, a veces pienso en las cosas que no pasaron y que probablemente no van a pasar. En esa casa con vista al lago, con un esposo, un perro, sin gato y unos niños. Tal vez es porque durante un breve momento de mi vida yo me convencí de que ese era el futuro que quería aunque por dentro supiera que no era así. Tal vez es porque por un momento confundí su sueño de una familia con la estabilidad emocional (que tampoco me proporcionaba) y a veces recuerdo lo bonito que sonaba ser parte de una familia como la que nunca tuve. 

El caso es que en estos días he estado dividida entre la nostalgia por una vida que no tuve y que no quiero tener y la felicidad de la vida que tengo. Entender que hay cosas que probablemente nunca van a pasar es difícil, incluso si no son las que quiero. Ayer me senté en un consultorio médico y tuve que oír que al parecer mi cuerpo esta de acuerdo con mi cerebro en que no quiero tener hijos y por tanto, 
-por lo menos por ahora- es algo casi imposible de que pase. 

Y sí, en efecto yo no quiero tener hijos. Lo he pensado y reanalizado muchas veces y la conclusión siempre es la misma. No puedo garantizar que en 10 años no me levante un día queriendo reproducirme como tampoco puedo asegurar que no voy a querer ser vegana (querido universo, por favor que no me de por ser vegana) pero digamos que en mis primeros 32 años he sido bastante consistente con el tema. 

Yo elegí no tener la vida de señora casada con niños, perro y mamivan. Yo elegí mi vida de expat que usa dr. martens en la oficina, tiene a Ginebra como única roomate y vive un amor donde nosotros creamos las reglas. 

Entonces no debería ser muy grave que me digan que es muy difícil para mí tener hijos. Pero lo es. Porque una cosa es que yo no quiera y otra que no pueda. 




lunes, 24 de marzo de 2014

Las maravillas de la distancia y el silencio

Usualmente cuando escribo sobre la distancia, lo hago quejándome de ella. Por culpa de la distancia me he perdido de momentos importantes en la vida de los que más quiero, he perdido amigos y hasta he tenido que hacer duelos a la peor manera. 

Aún así, yo valoro profundamente la distancia porque es la que me ha permitido vivir la vida que quiero, obligarme a hacer cosas que jamás hubiera hecho en Colombia, hacer amigos que en mi pequeño mundo de Bogotá no cabían y tener espacio para enfrentar lo que realmente soy. Son muchos los motivos por los que todos los días elijo la distancia y todo lo que eso implica -bueno y malo-. 

Pero en los últimos días, he visto una nueva ventaja de la distancia. Y es la distancia que me regaló Open-Boy. Y con la distancia, su silencio que tantas veces he odiado y que hoy -tanto tiempo después- a veces todavía duele. Resulta que tengo un muy buen amigo que anda en la terrible situación de terminar algo que nunca tuvo nombre pero que era algo profundo en su vida. 

Mi amigo, anda sintiendo lo mismo que sentía yo en los días de tristeza por Open-Boy, que la persona de la que se tiene que despedir, es la persona con la que él debe estar. Que entre los dos hay algo grande, algo que vale la pena y que todo es mejor cuando están juntos. Por muchos motivos, algunos explicables y muchos más que él no terminará nunca de entender, no pueden estar juntos. 

Pero a diferencia mía, él tiene que verla todos los días. Hacerse fuerte cuando la ve, asumir que cerca no significa juntos y lidiar con una realidad compartida. Entonces todo es más difícil. 

Y cuando mi amigo me cuenta estas cosas, yo agradezco profundamente que Open-Boy se fue y nunca regresó. Que nunca ha escrito y que solo sé que existe cuando soy débil y cyberstalkeo lo poco que me deja ver. 

La distancia y el silencio que tantas veces he odiado y llorado, en realidad fue lo mejor que me pudo pasar. Nunca tuve que verlo seguir con su vida, nunca tuve que ver que a él también le dolía no tenerme, o peor, nunca tuve que ver que a él no le dolía no tenerme. Es cierto que me ha costado soltarlo, que los días pasan y aún hay noches en que sueño con él, cosas que me lo recuerdan, minas emocionales que me vuelven a romper el corazón. 

Pero también es cierto que he tenido el espacio para salir con otros, para hacer mi vida como quiero (o como pude, cuando el dolor era demasiado) sin tener que pensar qué le estaba mostrando a él e incluso he podido ver a nuestros amigos en común sin tener nunca el miedo de encontrármelo. 

Claro, hay noches en que me pregunto qué hubiera pasado si viviéramos cerca. Como alguna vez escribí, tal vez la razón por la cual otras historias de amor se resuelven es porque al seguir el uno en la vida del otro, el amor al final vence las dificultades y se puede estar juntos. Pero cuando llegan esas noches, recuerdo que él no era para mí, que yo necesito a alguien diferente, alguien que sepa amarme, que me elija y con quién la vida sea algo feliz. 

Hoy, cuando siento que tengo eso, agradezco su silencio, agradezco nuestra distancia, porque sé que si no fuera por eso, probablemente nunca hubiera terminado de soltarlo y entonces no hubiera tenido los brazos abiertos para todo lo que vino después. 

 


viernes, 30 de noviembre de 2012

Pequeños pasos

A veces, cuando menos lo espero, piso una mina emocional. Una de esas que me devuelven en el tiempo, hacen que mi corazón sienta el viejo dolor de siempre y yo quede con ganas de meterme entre mi cama y llorarlo como antes. 

En esos momentos siento que de nada ha servido el paso del tiempo, la terapia, la nueva vida. 

Pero he de reconocer que en algunas cosas - tal vez pequeñas - he cambiado. Lentamente me he permitido pedir ayuda, aceptar que estoy triste y decir que necesito un abrazo. Lo hice cuando la vida me decepcionó hace unas semanas. Escribí mails, llamé a mis amigas, dejé que las palabras salieran. 

Hoy de nuevo lo hice. Pedí un abrazo para que no me doliera tanto el hueco, el silencio, el could-have-been. Dejé que me distrajeran, que me contaran cosas y que me hicieran sonreir. Y aunque no se me pasó del todo la tristeza, me sentí mejor. Sentí que estoy haciendo las cosas de forma diferente, que estoy dejando que otros entren a mi vida cuando me siento vulnerable. Cuando realmente, más lo necesito