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jueves, 22 de septiembre de 2011

La vida en muletas

Hoy hace un mes venía iba en la bicicleta, iniciando mi rutina de la mañana. Algo pasó, aún no sé qué y me di contra el mundo. Dos señoras me rescataron, un buen amigo me llevó a la clínica y cuatro semanas más tarde por fin puedo caminar con algo de normalidad pero sigo con una muleta para poder transportarme.

Ha sido un mes largo, con mucho dolor y la pérdida de mi independencia. Tareas sencillas como llevar mi ropa a lavar se convierten en una operación que requiere de taxistas, amigos y aceptar que yo no puedo sola.

Hace 3 años tuve una experiencia similar cuando me partí la mano y ahora tuve que recordar nuevamente que uno toma por sentado el cuerpo y la facilidad con la que uno hace cada cosa. En aquel momento aprendí lo complicado que puede ser algo tan aparentemente sencillo como abrir una botella de agua. Ahora, he tenido que ver cómo hago para moverme por un mundo que solo esta diseñado para los que pueden caminar bien.

Cuando fui a Washington hace dos años me impresionó la cantidad de gente en sillas de ruedas que veía por todas partes, hasta que alguien me hizo caer en cuenta que no es que hubiera más allá, es que salen más porque hay más facilidades para ellos. Y ahora veo lo cierto que es esto. He tenido que enfrentar lo difícil que es moverse por el mundo en muletas y no quiero imaginar cómo será en silla de ruedas.

Por todas partes hay escalones, pocas barandas y los elevadores en los sitios públicos usualmente tardan horas y van llenos por personas que bien podrían subir y bajar las escaleras. Los baños para discapacitados están diseñados por personas que aparentemente jamás los han utilizados, suelen estar al fondo de los baños y las barandas existen en la mayoría de los casos únicamente para cumplir la reglamentación. Me he encontrado con varios restaurantes cuyos baños están en el segundo piso y el mejor día fue cuando fuimos con mi mamá a un estacionamiento y no nos permitieron parquear en el lugar para discapacitados porque no teníamos el letrero pegado en el carro. No importaron mis muletas, férula y rodilla inflamada. Estas tampoco le importaron mucho a Avianca, que tiene la política más extraña (y por extraña entiéndase ilógica) del mundo a la hora de asignar la primera fila de sillas después de business class. Según la gente del la línea telefónica, esas sillas son para personas con niños de cuna, adultos mayores o personas con dificultad de movilidad (osea yo) y que solo las asignan en el aeropuerto para asegurarse que se le otorguen a quienes realmente las necesitan. Pero para los dos vuelos llegué con 3 horas de anticipación y en ambas ocasiones todas las sillas de la fila ya estaban asignadas a personas sanas, jóvenes y sin hijos. No entendí jamás la lógica del tema y me tocó recurrir a la amabilidad de los extraños para que me cambiaran de puesto dentro del avión.

Afortunadamente en la mayoría de los casos los extraños son solidarios. Y aunque he tenido que acostumbrarme a las intensas miradas por la calle, también he descubierto que hay taxistas que se bajan del carro para ayudarme, señores que ofrecen cargarme la mochila mientras subo a la oficina y por supuesto, las dos señoras que hace un mes me rescataron.

Yo he pasado del dolor a la aceptación y con cada día que me siento mejor, me aburro un poco más de la hinchazón, las muletas y el tener que contar cien mil veces la misma historia. Al igual que con otras historias que he editado a su más mínima expresión, pasé de contar cómo iba en la bicicleta, rumbo a la oficina cuando me caí, me clavé el manubrio en la clavícula, me pegué en las manos y en la cara y me reventé la rodilla, de cómo un buen amigo me llevó a la clínica y etc, a "me caí en la bici". Punto. Sin más detalles. La anécdota me aburre y el hecho de que me haya caído sin ayuda de nadie y que la historia sea un golpe a mi autoestima, no ayuda. Tal vez si el accidente hubiera sido como mis amigas sugirieron: "ibas en la vuelta a México en bicicleta y de repente te atacaron 8 hombres y mientras tu tratabas de rescatar a un bebé y dos cachorros, te caíste"... pero no. Yo solita contra el mundo.

Acabaré este post con un agradecimiento estilo me gané el Oscar, a Mariana, una de esas amigas que se portó como nadie, hizo el mercado por mí, me llevó películas, me abrazó, oyó mi llanto cuando la tristeza, el dolor y el adios inesperado fueron demasiado y me mostró que no estoy sola, que siempre hay gente y que hay buenas amigas con las cuales puedo contar por este lado del planeta.



lunes, 3 de mayo de 2010

Incapacitada

El sábado pasado me acosté y dormí incómoda. El domingo me levanté y me dolía la espalda. Desde ese momento no me ha dejado de doler. Yo, que aborrezco con toda mi alma ir al médico, acepté que una amiga de la oficina me pusiera una inyección. Y me automediqué. No le hice caso a mi mamá de ir al médico. Tenía muchas cosas que hacer. MUCHAS. Y no había tiempo. Pero el miércoles mi jefa me vio y me mandó al médico.

El médico, un boliviano absolutametne adorable, quiso incapactirme. Pero yo tenía MUCHAS cosas que hacer. Así que acepté sus medicamentos y esperé que fueran suficientes. Luego pasé jueves y viernes corriendo. Subiendo y bajando. Con dolor todo el tiempo. Tanto que el jueves me subí en el taxi y lloré de todo el dolor que había aguantado y que aún tenía. El sábado descansé pero el dolor siguió ahí. El domingo decidí lavarme el pelo. Y ahí morí. El dolor más espantoso. Subir los brazos se convirtió en una tortura medieval. Casi no termino de enjuagarme el pelo. Así que hice lo que odio... llamé al médico, quién aceptó verme en domingo.

En su consultorio y con pinta dominguera me examinó y decretó que estaba mucho peor que el miércoles cuando me había visto. Y procedió a ordenar: doble dosis de medicamento, fisioterapia, collarín e incapacidad. Pero es que todavía tengo cosas que hacer, intenté reclamarme. Y ahí empezó su regaño tipo papá-médico acerca de las prioridades en la vida, de cómo uno no elige enfermarse pero si elige cuidarse, de pensar en mi futuro y en mi salud. Y luego esgrimió un gran argumento... si te dan incapacidad 2 veces en menos de una semana es por algo.

Así que aquí estoy. Con mi collarín, mi dosis doble de medicamento la cual me tiene un poco zoombie (muy zoombie para ser sincera) y mi incapacidad. Aburrida como una ostra. Y pensando en lo que no debería, en ese sentimiento de responsabilidad, de no cumplir con lo que debo. Y sé que no esta bien, sé que hay sacrificios que no valen la pena y que yo y mi salud, estamos primero. Aún así, me siento mal. La gran ñoña que soy, odia fallar y odia no poder cumplir con lo que debe.

***
Uno de mis recuerdos más vividos de infancia es mi mamá hablando con una profesora del colegio en cuarto de primaria. Yo sentada oyendo a mi mamá decir que yo no contaba nada de lo que pasaba en el colegio cuando llegaba a la casa. Y mi profesora diciendo que en el colegio era igual, yo no contaba nada de lo que pasaba en la casa. Durante muchos años intenté mantener ese sistema. Incluso en mi antigua oficina se quejaban de que no sabían nada de mí. Y a mi me parecía bien porque estaba segura de que hay cosas que no se mezclan y que la mayoría de la gente del trabajo no era mi amiga o eran amigos circunstanciales, con quienes no era conveniente compartir tanto. Pero ahora mi vida es distinta, estando en la distancia los círculos sociales son mucho más pequeños y he terminado por compartir muchas cosas que en otras circunstancias hubiera callado. Y esta bien. No me quejo. Pero empiezo a darme cuenta, que eso no quiere decir que no tuviera razón desde el principio.