Anoche fui a la fiesta de celebración del matrimonio de mi amiga Lu. Era una noche para festejar las cosas buenas de la vida, para que ella y su marido estuvieran con los que los queremos, para comer rico y bailar.
Y de repente, mientras bailábamos el papá de su marido se desplomó en el piso. El mismo hombre que un rato antes había dado un hermoso discurso donde nos hizo reir a todos mientras nos contaba lo mucho que amaba a su hijo, estaba en el suelo, inconciente y sin respirar. Los minutos más largos pasaron antes de que llegara una ambulancia.
Para cuando ésta llegó, ya todos estabamos en silencio, el lugar estaba lleno de caras tristes e impotentes. Unos pocos se movían. En algún momento yo intenté sentirme útil preguntándoles a los del lugar que dónde estaba la maldita ambulancia que no llegaba. Pero nadie más podía hacer nada.
Finalmente el suegro de Lu se fue, con un hombre sentado en su pecho intentando que su corazón funcionara. Unas horas más tarde ella y otro amigo me avisaron que él falleció.
Tras bajarme del taxi que me trajo hasta mi casa me ataque a llorar. Jamás había vivido algo así. Y una vez más, como aquella vez que mi amiga me contó sobre la muerte de su abuelo y yo terminé llorando por el mío, en esta situación todo se me revolvió de nuevo. El sonido de la ambulancia me llevó a aquella en la que me tuve que subir cuando él enfermó. La angustia de ver a alguien que se está muriendo, hizo que me aferrara su reloj.
Pronto se va a cumplir un año de su muerte. Y yo sigo extrañándolo todos y cada uno de los días. Ya no tengo el mismo afán de antes por el día que deje de doler, he aceptado ese dolor como algo que pasa y que no puedo evitar. Pero ayer, mientras trataba de dormirme, con la mezcla de los recuerdos de lo que pasó y de mi abuelo, volví a querer que su ausencia ya no sea tan dolorosa, tan profunda, tan inserta en mí.
domingo, 28 de noviembre de 2010
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