martes, 14 de septiembre de 2010

Serie Sólo me pasa a mí, entrada dos: una de marranos.

DEL PEOR BAÑO DEL MUNDO O DE CÓMO FUI UNA DUCHA PORCINA.

Estoy en camino a Badami, India. No sé de dónde vengo. El recorrido es eterno en un bus de comienzos de siglo. Con sillas totalmente rectas, ventanas negras de mugre y un radio mal sintonizado. Hace horas que hicimos la última parada. Mi garganta está seca por el polvo. Y por no beber nada. No he tomado ningún líquido desde por la mañana. Es la única forma de disminuir la cantidad de veces que voy al baño.


Cualquiera que me conozca sabe que tengo la vejiga de una hormiga y que hago pipí cada hora. Entonces estos viajes en bus son una tortura. Así que no bebo nada antes de realizarlos. Pero en este caso no ha funcionado ya que el viaje se ha alargado y ya llevamos cuatro horas sin parar. Cada minuto que pasa siento mi vejiga hincharse. La cosa no pinta bien. De repente paramos en lo que parece ser una tienda. En realidad es un puesto de chai, donde varios hombres toman la tradicional bebida y fuman. No hay mujeres a la vista. Tampoco hay un pueblo a la vista razón por la cual no puedo evitar preguntarme desde dónde han venido por un poco de chai.


El chofer de mi bus se baja seguido por otros hombres. Las mujeres se quedan con cara de aburridas. No hay más turistas. Soy la única. Y mi vejiga ya no resiste. Así que me bajo lentamente del armatoste y busco un lugar donde pueda orinar lejos de las miradas. No hay muchas opciones. En realidad sólo hay una opción: descender por el lado de la carretera hasta lo que un día fue un campo de pasto y que hoy solo es un montón de tierra seca.


Bajo con la esperanza de que el bus no vaya a arrancar sin mí (y con mi maleta) y apenas pierdo de vista el puesto de chai me bajo los pantalones y me acuclillo. Respiro tranquila y orino en paz, hasta que un par de ojos negros me miran con curiosidad. Es un cerdo. Grande y sucio. Yo no puedo dejar de orinar. El puerco no me deja de mirar. Se acerca lentamente. Me huele. Finalmente yo termino de orinar antes de que el animal decida acercarse más. Me despido con una sonrisa y vuelvo pensando que no es posible que en una misma vida yo orine dos veces frente a un marrano.


***

Unos doce años antes la historia fue la misma. Regresábamos de Moñitos, pueblo perdido en el Atlántico colombiano. Era de mis primeros viajes largos con la familia de mi papá. Y sin papá o mamá. El paseo había sido extraño. Me sentía sola y fuera de lugar. Tíos, primos y abuelos con los que no me terminaba de sentir en familia.


Pero ya volvíamos. Y eso me tenía contenta. Volvería a ver a mi mamá, no tendría que comer más pescado y estaría tranquila. Pero para eso teníamos que ir hasta Montería donde quedaba el aeropuerto más cercano. Y eso significaba como 7 horas de carretera. Así que nos levantaron antes del amanecer. Más dormidos que despiertos, nos sentaron, a mis primos ingleses y a mí, en un jeep. Nos dieron jugo y galletas de desayuno y emprendimos el camino. Más tarde cuando empezó a hacer calor nos dieron gaseosas. Y agua. Y más jugo. Y supongo, más galletas.


Horas más tarde mi vejiga ya no aguantaba. Le pedí a mi tía que paráramos para que pudiera ir al baño, ella digna representante de la familia Obregón me dijo que cuando llegáramos al aeropuerto, mientras añadía que finalmente yo había hecho cuando salimos. Y es que ella, al igual que mi papá y otros miembros de esa parte de mi familia tienen vejigas enormes y van al baño una o dos veces al día. Así que no entendía que cada brinco del jeep era una tortura. Que respirar era un riesgo.


Los minutos pasaban y la cosa empeoraba. Uno de mis primos abrió una coca-cola y yo quise morirme. Tan sólo ver el líquido era difícil. Volví a pedir que paráramos. Me explicaron que el aeropuerto estaba a unas cuantas horas y que no podíamos arriesgarnos a perder el vuelo. Ante la idea de unas “cuantas horas” yo perdí todo decoro. Lloré, imploré, rogué y supliqué. Y cuando eso no sirvió, amenacé con orinarme ahí mismo. Y la mirada de pánico de mis primos ingleses y flemáticos fue suficiente.


Nos detuvimos en la primera tienda. Una de esas casas abandonadas por el tiempo, con un letrero de cerveza desteñido y la pintura cayéndose a pedazos. Pero nada de eso me importó. Entré corriendo y pedí el baño. La dueña con la parsimonia propia del trópico me respondió que no tenían (o que estaba dañado, ya no me acuerdo). Yo le dije que o me prestaba un baño o me le orinaba ahí mismo. Así que abrió una puerta y me dijo que hiciera ahí.


Y a ahí salí a hacer. Sin pensar, sin cuestionar, sin racionalizar. Sin mirar qué era ahí. Me bajé los pantalones, me acuclillé y oriné dichosa. Y entonces noté que era ahí. Una marranera. Sucia, con barro y ese particular olor a tierra con mierda. Y frente a mí una marrana grande y gorda mirándome, no con curiosidad, sino con recelo. Si no supiera mejor, diría que hasta con furia. Pero yo no podía moverme. Agaché la mirada para no sostenérsela a la cerda y vi un pequeño puerquito. Feliz bajo mis piernas jugando entre mi orina. Y luego otro. Incómoda y a punto de perder el equilibrio abrí un poco más las piernas. Mala idea. Más espacio para que los pequeños marranitos jugaran. Felices duchándose con mí orina. Y la marrana cada vez más cerca, respirando molesta. Probablemente no estaba de acuerdo con que sus hijos se bañaran. Y menos en orina.


Finalmente, tras lo que parecieron horas y litros más tarde, me estiré y con cuidado volví a la tienda. La vendedora y una de sus hijas estaban riéndose divertidas de la escena. Mi tía al fondo me afanaba para subirme al jeep. Por primera vez no la contradije, corrí tratando de salir de allí lo más pronto posible, pensando en que al menos sería la primera y última vez en que orinaría frente a una familia de marranos.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Que para lo de la loba herida

De acuerdo con el novio-número-dos, la loba herida es aquella mujer que esta dolida porque alguien que ya no le interesa está con alguien más. Suena tonto y no sé si a los hombres les pase. Pero a nosotras nos pasa. Y mucho.

Y es lo que me pasa con Tattoo-boy. Desde que las cosas empezaron a darse con él, yo tenía clarisimo que no es el chico para mí. Aunque es inteligente y divertido y tiene cosas buenas. No es para mí. Somos totalmente distintos en términos de rutinas, gustos y actividades. Él es niño fiesta y yo soy niña hoy-es-martes-me-tengo-que-ir-a-dormir-mañana-trabajo. Y aunque a mí las niñas de la oficina me tildan de alternativa, en su mundo yo soy una yuppie, fresa, que usa ropa corporativa. Me miran raro cuando hablo de cumplir horario y no entienden que yo no pueda simplemente no levantarme a trabajar porque estoy cruda.

Pero con todo y eso, salíamos. Tengo la idea de que él en un momento se acercó a mí. Y yo no me dejé. Y el timing no nos ayudó. Teníamos algo chévere. A veces ibamos por un trago, a veces a cenar, de vez en cuando a cine. Y a veces pasaban cosas y a veces no. Y aunque eso me confundía, en el fondo nunca quise saber realmente qué quería él. Porque como bien he aprendido, uno no pregunta lo que no quiere saber. Así suene feo, era un plan B divertido.

Yo sabía que él salía con otras niñas. Hubo esa niña que le escribía cosas en su Wall de Facebook y que me generaba estrés porque me parecía needy, clingy y medio detestable. Pero él seguía apareciendo y yo seguía sabiendo que él no es para mí, como diría la canción de Fanny Lú.

Y entonces el viernes, en un momento de sentirme frustrada, decidí entrar un minuto a Facebook a olvidarme del mundo y me encontré en mí newsfeed una foto suya con el comentario: Tengo novia en el DF. Arghhh vida hp. Loba herida al 100. Y hoy decidí hacer mi actividad favorita, el cyber-stalking y encontré una entrada en su blog donde le cuenta al mundo que tiene novia. "So I have a girlfriend!!! Her name is XXX and she’s totally cool. I haven’t had a girlfriend since like sept of 2006 or something". Luego cuenta que no sabe muy bien cómo funcionará la cosa pero que esta contento.

Y yo de nuevo me ericé con mi alma de loba herida. Que si, que no era para mí, que jamás me lo tomé en serio, que si hubiera querido hubiera hecho alguito más, pero no importa. Me molestó. Hoy me molestó un poco menos que el viernes, pero creo que es el cansancio extremo en el que ando que ya no me deja ni sentir rabia.

Esta bien. Al menos no es con la niñita detestable.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Serie Sólo me pasa a mí, entrada 1: De cómo una viejita me volvió atea.


Y luego de la serie de psicópatas, empiezo la serie Sólo me pasa a mí. Porque así como tengo un talento inusual para encontrar personajes que nadie más conoce, también tengo una habilidad para meterme en situaciones que a nadie más le pasan. Así que empezaremos con la historia de la viejita que me volvió atea. Algunos ya la habrán leído dado que fue una historia que me pasó y sobre la que escribí hace dos años. Pero es emblemática de las cosas que tienden a pasarme a mí y sólo a mi.


Historia 1.

Yo nunca he sido particularmente religiosa. Mis papás se rehusaron a bautizarme cuando nací para que yo eligiera la religión que me convenciera pero a cambio me metieron en un colegio católico. ¿Resultado? A mis ocho años, los senté y con voz seria les dije que quería que me bautizaran. Mi catolicismo duró lo suficiente para lograr que me hicieran fiesta de bautizo y luego de primera comunión, pero muy pronto empecé a leer los Reyes Malditos y hasta ahí me llegó el catolicismo. Desde entonces tengo la idea de que algo existe en el universo, algo que no sé cómo definir ni lo intento. Pero la semana pasada descubrí que todo eso es falso. No hay dios ni el buen karma existe. Todo es mentira. Y esta es la historia de cómo lo averigüe.

Así como no soy particularmente religiosa, tampoco soy particularmente carnívora. Mi paso por India dejó serias secuelas y es muy raro que me den ganas de comer carne. Una o dos veces al año me da antojo. Y la semana pasada fue una de esas veces. Amanecí con ganas de comer mucha carne. La vaca completa por favor. Pero por supuesto en mi casa no hay nada parecido así que decidí aprovechar que tenía que hacer algunas vueltas e ir a un centro comercial cercano a la cineteca, almorzar allá el pedazo de carne más grande que tuvieran, ir al banco y luego irme a cine. Un plan no sólo agradable sino bastante normal, cierto? Pues no.

Llegué al restaurante, me senté, pedí un steak término medio, una cerveza y una ensalada de acompañamiento, finalmente tanta vaca necesitaba ser acompañada por algo de pasto. Y apenas se fue la mesera, dejé mi libro en la mesa y fui al baño. Hice pipí, me lavé las manos y en el momento en que abría la puerta apareció una viejita. Una viejita MUY viejita que agarró mi brazo con más fuerza de la que pensé podría tener, me miró a los ojos un poco desorientada y preguntó sin pena ¿dónde orino? Mientras yo atinaba a responderle, la puerta se entreabrió y vi a un viejito menos viejito pero viejito, el cual se alejaba de la puerta. Ante mi sorpresa la octogenaria repitió la pregunta y apretó mi brazo ¿dónde orino? Pues en el baño señora, respondí tratando de ser amable. ¿Me ayuda? Preguntó y se aferró del todo a mi brazo.

Yo la llevé al inodoro lentamente y cuando llegamos a éste la señora me miró nuevamente y con angustia preguntó ¿y ahora? Y claro cuando uno tiene mil años y un brazo aferrado a esta pobre inocente, bajarse los pantalones es un poco complicado. Así que yo procedí a bajarle los pantalones, descubriendo lo arrugadas que pueden llegar a ser unas piernas (desde ese día paso 15 minutos extras cada noche echándome crema en las piernas). Y cuando pensé que lo peor había pasado (ahh como estaba de equivocada) la viejita anunció: quiero escupir. Yo entré en pánico, me zafé de su agarre, la puse a tenerse de la puerta y corrí por papel higiénico. Se lo acerqué a la boca y la viejita procedió a escupir, mitad en el papel, mitad en el piso. Como seguía parada, con los pantalones abajo, tuve miedo que se fuera a orinar ahí paradita. Así que la convencí que se sentara e hiciera pipí. ¿Qué es pipi? Preguntó confundida. Orinar señora. Usted solo orine. Pero no hacía, así que procedí a hacer ruidos de pipí como mi mamá hacía cuando yo era una niña. Ruidos que por supuesto yo tenía reservados para el día que tuviera mi propio hijo. Y mientras tanto noté que ella tenía un pañal puesto. ¿Por qué si tiene un pañal su esposo la mandó al baño sola? ¿No podía dejar que se orinara, eliminando así el trauma a la pobre colombiana?

Cuando la viejita terminó de orinar, le di el papel higiénico restante negándome mentalmente a limpiarla. Estoy segura que ella no se limpió bien pero estoy dispuesta a vivir sabiendo que tal vez la señora tiene colitis por mi culpa. Pensando en esto la ayudé a pararse y ella volvió a aferrarse de mí, y dado que no mostraba ninguna intención de subirse los pantalones, procedí a hacerlo. No quiero relatarles cómo tuve que subirlos por encima de su cola porque hay cosas que ustedes no quieren saber y que yo personalmente necesito olvidar. Y cuando pensé que lo peor ya había pasado, ella volvió a anunciar: quiero escupir. Pero esta vez ya no había papel higiénico y yo no alcancé a nada distinto que abrir mis pies para que el gargajo no cayera encima de ellos.

Respire profundo y procedí a convencerla que ya era hora de salir de aquel infernal baño. Caminamos lentamente hacia los lavamanos, ella como siempre aferrada a mí. Y entonces preguntó: y cómo me lavo los dientes? Y yo ya no pude más y puse mi límite. Porque tengo derecho a poner límites en la vida, luego de haberle subido y bajado los pantalones a una perfecta desconocida en un baño público. En la casa señora, allá es más cómodo. Respondí mientras la alejaba de los lavamanos y de la posibilidad de lavarle la caja de dientes. Y cuando abrí la puerta ahí estaba su marido, a quién la viejita se aferró y quién ni siquiera me dio las gracias.

Volví a respirar profundo y me reí un poco. Caminé hacia mi mesa pensando que estas cosas no le pasan a nadie excepto a mí. Y cuando llegué a la mesa decidí que necesitaba desahogarme con alguien así que procedí a buscar mi celular que estaba perdido en algún lugar de mi cartera. Metí la mano y entonces me corté el dedo con las fotocopias que llevaba. Nada duele más que una cortada de papel. No será grave, nadie se ha muerto de ello pero sí que duele. Y arde. Y molesta. Y como es en un dedo, uno se acuerda del tema cada cinco minutos.

Y entonces lo comprendí. No hay dios en el universo. El karma no existe. Si hubiera un dios en alguna parte, no hubiera dejado que la misma persona que acababa de ayudar a orinar a la viejita más desorientada del planeta se hubiera cortado el dedito. Por primera vez, todo en mi vida tuvo sentido. No hay justicia en el mundo. Olvídense de los niños muertos de hambre en África. Mi dedito cortado y ardido es prueba suficiente que el mundo es un mal lugar, donde no hay ni justicia ni dios. He dicho.