El sábado pasado me acosté y dormí incómoda. El domingo me levanté y me dolía la espalda. Desde ese momento no me ha dejado de doler. Yo, que aborrezco con toda mi alma ir al médico, acepté que una amiga de la oficina me pusiera una inyección. Y me automediqué. No le hice caso a mi mamá de ir al médico. Tenía muchas cosas que hacer. MUCHAS. Y no había tiempo. Pero el miércoles mi jefa me vio y me mandó al médico.
El médico, un boliviano absolutametne adorable, quiso incapactirme. Pero yo tenía MUCHAS cosas que hacer. Así que acepté sus medicamentos y esperé que fueran suficientes. Luego pasé jueves y viernes corriendo. Subiendo y bajando. Con dolor todo el tiempo. Tanto que el jueves me subí en el taxi y lloré de todo el dolor que había aguantado y que aún tenía. El sábado descansé pero el dolor siguió ahí. El domingo decidí lavarme el pelo. Y ahí morí. El dolor más espantoso. Subir los brazos se convirtió en una tortura medieval. Casi no termino de enjuagarme el pelo. Así que hice lo que odio... llamé al médico, quién aceptó verme en domingo.
En su consultorio y con pinta dominguera me examinó y decretó que estaba mucho peor que el miércoles cuando me había visto. Y procedió a ordenar: doble dosis de medicamento, fisioterapia, collarín e incapacidad. Pero es que todavía tengo cosas que hacer, intenté reclamarme. Y ahí empezó su regaño tipo papá-médico acerca de las prioridades en la vida, de cómo uno no elige enfermarse pero si elige cuidarse, de pensar en mi futuro y en mi salud. Y luego esgrimió un gran argumento... si te dan incapacidad 2 veces en menos de una semana es por algo.
Así que aquí estoy. Con mi collarín, mi dosis doble de medicamento la cual me tiene un poco zoombie (muy zoombie para ser sincera) y mi incapacidad. Aburrida como una ostra. Y pensando en lo que no debería, en ese sentimiento de responsabilidad, de no cumplir con lo que debo. Y sé que no esta bien, sé que hay sacrificios que no valen la pena y que yo y mi salud, estamos primero. Aún así, me siento mal. La gran ñoña que soy, odia fallar y odia no poder cumplir con lo que debe.
***
Uno de mis recuerdos más vividos de infancia es mi mamá hablando con una profesora del colegio en cuarto de primaria. Yo sentada oyendo a mi mamá decir que yo no contaba nada de lo que pasaba en el colegio cuando llegaba a la casa. Y mi profesora diciendo que en el colegio era igual, yo no contaba nada de lo que pasaba en la casa. Durante muchos años intenté mantener ese sistema. Incluso en mi antigua oficina se quejaban de que no sabían nada de mí. Y a mi me parecía bien porque estaba segura de que hay cosas que no se mezclan y que la mayoría de la gente del trabajo no era mi amiga o eran amigos circunstanciales, con quienes no era conveniente compartir tanto. Pero ahora mi vida es distinta, estando en la distancia los círculos sociales son mucho más pequeños y he terminado por compartir muchas cosas que en otras circunstancias hubiera callado. Y esta bien. No me quejo. Pero empiezo a darme cuenta, que eso no quiere decir que no tuviera razón desde el principio.
El médico, un boliviano absolutametne adorable, quiso incapactirme. Pero yo tenía MUCHAS cosas que hacer. Así que acepté sus medicamentos y esperé que fueran suficientes. Luego pasé jueves y viernes corriendo. Subiendo y bajando. Con dolor todo el tiempo. Tanto que el jueves me subí en el taxi y lloré de todo el dolor que había aguantado y que aún tenía. El sábado descansé pero el dolor siguió ahí. El domingo decidí lavarme el pelo. Y ahí morí. El dolor más espantoso. Subir los brazos se convirtió en una tortura medieval. Casi no termino de enjuagarme el pelo. Así que hice lo que odio... llamé al médico, quién aceptó verme en domingo.
En su consultorio y con pinta dominguera me examinó y decretó que estaba mucho peor que el miércoles cuando me había visto. Y procedió a ordenar: doble dosis de medicamento, fisioterapia, collarín e incapacidad. Pero es que todavía tengo cosas que hacer, intenté reclamarme. Y ahí empezó su regaño tipo papá-médico acerca de las prioridades en la vida, de cómo uno no elige enfermarse pero si elige cuidarse, de pensar en mi futuro y en mi salud. Y luego esgrimió un gran argumento... si te dan incapacidad 2 veces en menos de una semana es por algo.
Así que aquí estoy. Con mi collarín, mi dosis doble de medicamento la cual me tiene un poco zoombie (muy zoombie para ser sincera) y mi incapacidad. Aburrida como una ostra. Y pensando en lo que no debería, en ese sentimiento de responsabilidad, de no cumplir con lo que debo. Y sé que no esta bien, sé que hay sacrificios que no valen la pena y que yo y mi salud, estamos primero. Aún así, me siento mal. La gran ñoña que soy, odia fallar y odia no poder cumplir con lo que debe.
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Uno de mis recuerdos más vividos de infancia es mi mamá hablando con una profesora del colegio en cuarto de primaria. Yo sentada oyendo a mi mamá decir que yo no contaba nada de lo que pasaba en el colegio cuando llegaba a la casa. Y mi profesora diciendo que en el colegio era igual, yo no contaba nada de lo que pasaba en la casa. Durante muchos años intenté mantener ese sistema. Incluso en mi antigua oficina se quejaban de que no sabían nada de mí. Y a mi me parecía bien porque estaba segura de que hay cosas que no se mezclan y que la mayoría de la gente del trabajo no era mi amiga o eran amigos circunstanciales, con quienes no era conveniente compartir tanto. Pero ahora mi vida es distinta, estando en la distancia los círculos sociales son mucho más pequeños y he terminado por compartir muchas cosas que en otras circunstancias hubiera callado. Y esta bien. No me quejo. Pero empiezo a darme cuenta, que eso no quiere decir que no tuviera razón desde el principio.
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