Historia 1.
Yo nunca he sido particularmente religiosa. Mis papás se rehusaron a bautizarme cuando nací para que yo eligiera la religión que me convenciera pero a cambio me metieron en un colegio católico. ¿Resultado? A mis ocho años, los senté y con voz seria les dije que quería que me bautizaran. Mi catolicismo duró lo suficiente para lograr que me hicieran fiesta de bautizo y luego de primera comunión, pero muy pronto empecé a leer los Reyes Malditos y hasta ahí me llegó el catolicismo. Desde entonces tengo la idea de que algo existe en el universo, algo que no sé cómo definir ni lo intento. Pero la semana pasada descubrí que todo eso es falso. No hay dios ni el buen karma existe. Todo es mentira. Y esta es la historia de cómo lo averigüe.
Así como no soy particularmente religiosa, tampoco soy particularmente carnívora. Mi paso por India dejó serias secuelas y es muy raro que me den ganas de comer carne. Una o dos veces al año me da antojo. Y la semana pasada fue una de esas veces. Amanecí con ganas de comer mucha carne. La vaca completa por favor. Pero por supuesto en mi casa no hay nada parecido así que decidí aprovechar que tenía que hacer algunas vueltas e ir a un centro comercial cercano a la cineteca, almorzar allá el pedazo de carne más grande que tuvieran, ir al banco y luego irme a cine. Un plan no sólo agradable sino bastante normal, cierto? Pues no.
Llegué al restaurante, me senté, pedí un steak término medio, una cerveza y una ensalada de acompañamiento, finalmente tanta vaca necesitaba ser acompañada por algo de pasto. Y apenas se fue la mesera, dejé mi libro en la mesa y fui al baño. Hice pipí, me lavé las manos y en el momento en que abría la puerta apareció una viejita. Una viejita MUY viejita que agarró mi brazo con más fuerza de la que pensé podría tener, me miró a los ojos un poco desorientada y preguntó sin pena ¿dónde orino? Mientras yo atinaba a responderle, la puerta se entreabrió y vi a un viejito menos viejito pero viejito, el cual se alejaba de la puerta. Ante mi sorpresa la octogenaria repitió la pregunta y apretó mi brazo ¿dónde orino? Pues en el baño señora, respondí tratando de ser amable. ¿Me ayuda? Preguntó y se aferró del todo a mi brazo.
Yo la llevé al inodoro lentamente y cuando llegamos a éste la señora me miró nuevamente y con angustia preguntó ¿y ahora? Y claro cuando uno tiene mil años y un brazo aferrado a esta pobre inocente, bajarse los pantalones es un poco complicado. Así que yo procedí a bajarle los pantalones, descubriendo lo arrugadas que pueden llegar a ser unas piernas (desde ese día paso 15 minutos extras cada noche echándome crema en las piernas). Y cuando pensé que lo peor había pasado (ahh como estaba de equivocada) la viejita anunció: quiero escupir. Yo entré en pánico, me zafé de su agarre, la puse a tenerse de la puerta y corrí por papel higiénico. Se lo acerqué a la boca y la viejita procedió a escupir, mitad en el papel, mitad en el piso. Como seguía parada, con los pantalones abajo, tuve miedo que se fuera a orinar ahí paradita. Así que la convencí que se sentara e hiciera pipí. ¿Qué es pipi? Preguntó confundida. Orinar señora. Usted solo orine. Pero no hacía, así que procedí a hacer ruidos de pipí como mi mamá hacía cuando yo era una niña. Ruidos que por supuesto yo tenía reservados para el día que tuviera mi propio hijo. Y mientras tanto noté que ella tenía un pañal puesto. ¿Por qué si tiene un pañal su esposo la mandó al baño sola? ¿No podía dejar que se orinara, eliminando así el trauma a la pobre colombiana?
Cuando la viejita terminó de orinar, le di el papel higiénico restante negándome mentalmente a limpiarla. Estoy segura que ella no se limpió bien pero estoy dispuesta a vivir sabiendo que tal vez la señora tiene colitis por mi culpa. Pensando en esto la ayudé a pararse y ella volvió a aferrarse de mí, y dado que no mostraba ninguna intención de subirse los pantalones, procedí a hacerlo. No quiero relatarles cómo tuve que subirlos por encima de su cola porque hay cosas que ustedes no quieren saber y que yo personalmente necesito olvidar. Y cuando pensé que lo peor ya había pasado, ella volvió a anunciar: quiero escupir. Pero esta vez ya no había papel higiénico y yo no alcancé a nada distinto que abrir mis pies para que el gargajo no cayera encima de ellos.
Respire profundo y procedí a convencerla que ya era hora de salir de aquel infernal baño. Caminamos lentamente hacia los lavamanos, ella como siempre aferrada a mí. Y entonces preguntó: y cómo me lavo los dientes? Y yo ya no pude más y puse mi límite. Porque tengo derecho a poner límites en la vida, luego de haberle subido y bajado los pantalones a una perfecta desconocida en un baño público. En la casa señora, allá es más cómodo. Respondí mientras la alejaba de los lavamanos y de la posibilidad de lavarle la caja de dientes. Y cuando abrí la puerta ahí estaba su marido, a quién la viejita se aferró y quién ni siquiera me dio las gracias.
Volví a respirar profundo y me reí un poco. Caminé hacia mi mesa pensando que estas cosas no le pasan a nadie excepto a mí. Y cuando llegué a la mesa decidí que necesitaba desahogarme con alguien así que procedí a buscar mi celular que estaba perdido en algún lugar de mi cartera. Metí la mano y entonces me corté el dedo con las fotocopias que llevaba. Nada duele más que una cortada de papel. No será grave, nadie se ha muerto de ello pero sí que duele. Y arde. Y molesta. Y como es en un dedo, uno se acuerda del tema cada cinco minutos.
Y entonces lo comprendí. No hay dios en el universo. El karma no existe. Si hubiera un dios en alguna parte, no hubiera dejado que la misma persona que acababa de ayudar a orinar a la viejita más desorientada del planeta se hubiera cortado el dedito. Por primera vez, todo en mi vida tuvo sentido. No hay justicia en el mundo. Olvídense de los niños muertos de hambre en África. Mi dedito cortado y ardido es prueba suficiente que el mundo es un mal lugar, donde no hay ni justicia ni dios. He dicho.
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